Hoy me desperté sobresaltado.
Soñé que vivía en un mundo “low cost”, y “fast everything” en el que las
palabras mágicas que abrían las puertas del éxito eran “gratis” y “rápido”. Era
un planeta plagado de fronteras artificiales en el que todos sus habitantes se
agrupaban en tribus, cientos de miles de tribus, enfrentadas entre sí,
gobernadas por un estulto repeinado que trataba de dirigirlo todo con órdenes
de no más de 140 caracteres, y que pensaba que dirigir un estado no era muy
distinto que dirigir una empresa.
Entre la gran diversidad de
tribus, pude distinguir la de las buenas y la de las malas personas, aunque
cualquiera podía cambiar libremente de la una a la otra a su antojo. También
había personas guapas y feas, listas y tontas, pobres y ricas, heterosexuales y
LGTBI, religiosas y ateas, de izquierdas y de derechas incluso también de centro
que paseaban también a placer de un lado al otro de la calle. Había las altas y
las bajas, las trabajadoras y las vagas, las violentas y las pacíficas, y así
toda la población se repartía en tribus, cada una de las cuales odiaba
convenientemente al resto y adoraba con fe ciega a la propia.
Los niños, aprendían desde
pequeños que las habilidades nacen con uno y que el esfuerzo era una absurda
pérdida de tiempo. Sus padres les protegían de todo mal y los profesores
trataban en vano de inculcarles un concepto prohibido: “la pasión por
aprender”. ¿Aprender para qué?
Era un mundo sin razón, sólo
de sentimientos. Emotivo y primario en el que era tan difícil encontrar respeto
como una pared limpia.
Por suerte solo era un sueño.
¿Se imaginan que ese mundo fuera real?