Al igual que en esos
interminables días de lluvia, he llegado a un punto en que, el continuo
aguacero de mentiras, tan solo me impulsa a quedarme en casa a esperar a que
escampe.
Mirando de vez en cuando esa
ventana negra que tengo en el salón y esperando a que el diluvio pase, como
hiciera Noé con los animales, he ido clasificando las mentiras por categorías.
Y así, he determinado que hay mentiras no me entero: “Hay más
flexibilidad para que trabajadores y empresarios puedan regular sus relaciones
laborales” y mentiras no me quiero enterar: “La ideología del… (adivinen
qué partido) ha traído el mayor progreso en la historia de la humanidad”.
Mentiras evidentes: "Desde el primer momento hemos subido en este
país las pensiones" y mentiras dolorosas: “Nunca utilizaremos el
terrorismo en la confrontación política”. Mentiras graciosas: "Los
130.000 no son parados, sino que son personas que se han apuntado al
paro", mentiras creíbles: “No se pueden subir los impuestos. Nadie
en época de recesión y de crisis sube los impuestos” y hasta mentiras reales:
“La justicia es igual para todos.”
Mentiras a corto y a largo plazo,
mentiras solemnes y burdas, mentiras de arriba abajo y de abajo arriba,
mentiras por la izquierda, por la derecha y mentiras en el centro que ya es en
sí una gran mentira.
Y clasificando sigo aquí en mi
salón, preguntándome si después de tal cellisca, seremos capaces de identificar
una verdad, si es que algún día la vemos delante.