“Dios proveerá.”
“No hay mal que por bien no venga.”
“Nunca llovió que no escampara.”
“Al mal tiempo, buena cara.”
Nuestra cultura está llena de dichos, refranes y chascarrillos
que alientan la esperanza. Quizá sea por herencia de nuestro arraigo católico ese
constante llamamiento a la resignación y a la confianza en que las cosas
cambian con solo desearlo y con la ayuda inestimable del paso del tiempo. Y si
no es así, no debes preocuparte, te espera una vida fantástica en el más allá
en el que todos tus sacrificios terrenales se verán recompensados con una vida
eterna en perpetua felicidad.
El truco se diría burdo de no estar avalado por su
extraordinaria eficacia. Masas incontables de personas a lo largo de toda la
historia de la humanidad, entregadas resignadamente a tareas en las que
desgastan, se juegan y a veces pierden la vida con la mirada puesta en un
horizonte que no cambia y al que han aceptado ya como paisaje de fondo que
adorna el escenario de sus menesterosas vidas.
“Sigue aguantando, el premio no está en la vida sino después
de la muerte.”
Son los que dirigen tu vida los que después de la muerte
sufrirán el fuego eterno porque han preferido un paraíso terrenal efímero a uno
celestial e infinito.
Cerca de mi casa se organiza un mercadillo todos los martes
por la mañana. El ayuntamiento habilitó una zona para que los vendedores
ambulantes pudieran montar sus tenderetes y recaudar así su diezmo sobre los
más ricos de los más pobres.
Pero, como hasta en la miseria hay clases, algunos
vendedores ilegales, es decir, que no pagan su cuota correspondiente a la
autoridad municipal, aprovechan los días de feria para desplegar sus sábanas en
un parque cercano.
Venden toda clase de artilugios, seguramente recogidos en
los contenedores de basura: desde un teclado de ordenador roto hasta un viejo
radiocasete o ropa usada que venden casi al “lo que me des”. Los ricos de los
pobres se quejan porque les quitan ventas y no pagan sus impuestos, y por eso,
todos los martes, en el mercadillo, los parias de los parias, juegan al
escondite con la policía que, seguramente herida en su orgullo, ha optado por
confiscarles un día tras otro todo lo que tienen.
Pero hoy, el despliegue policial fue superior al habitual.
Varias motos, varios coches y hasta un camión de la policía municipal
acorralaron a los indigentes que trataban de esconder sus fardos en algún
rincón de algunas de las casas abandonadas de la zona mientras los agentes iban
llenando el camión con lo incautado.
La escena era triste. Un hombre se me acercó e, incapaz de
contenerse me dijo: “Ya sé que son pobres, pero tampoco pueden ponerse ahí en
ese parque donde juegan los niños”. Eché un vistazo para ver a los niños
jugando un martes lectivo por la mañana y, como era de esperar no había ni uno
solo. Entonces miré al hombre a los ojos y le dije:
-“Sí, en este país somos fuertes con los débiles
y débiles con los fuertes”.
-¡Ah! Eso también, me contestó.
Me preguntaba qué pasaría si algún poderoso local hubiese
organizado un mercadillo a beneficio de los menos de lo menos. ¿Le cobraría el
ayuntamiento su correspondiente impuesto?
¿Podría darse la paradoja de que la policía vigilase los
puestos que los ricos montan para ayudar a los pobres y persiguiese a los
pobres que montan sus puestos para intentar sobrevivir?
No será que en la parte más sumergida del mundo lo único que
está permitido es la resignación.