Queremos lo que no tenemos porque, ¿acaso no es eso lo que
significa “querer”? ¿No es eso acaso lo que nos han enseñado desde niños?
Dejamos que, a través de esa desprotegida ventana que voluntariamente
abrimos, nuestra fortaleza se inunde de zafiedad, de ejemplaridad grotesca, de vanidad,
de soberbia, de prepotencia, de necedad y de impasible jactancia. ¿No son esos
acaso los síntomas del éxito?
Presumimos la felicidad de los otros queriendo ser como
ellos. ¿No es acaso ser envidiado un síntoma de felicidad?
No interesamos como personas, sólo como trabajadores y consumidores.
Y así, en un macabro circo del absurdo, trabajamos para consumir y consumimos
para que los demás trabajen. Luego, como al niño al que le han dado a probar su
primer caramelo, desde la ventana nos han gritado que lo olvidemos, que el
dulce es malo para nuestros dientes.
Ahora trabaja más pero consume menos. Y si tus deudas te
dejan en la calle, esta Navidad, pide a los fabricantes de ilusiones una
moratoria de dos años para que continúe el espectáculo.
Qué triste ser el actor del que todos se ríen pero al que al
llegar a su casa, nada le hace gracia.